Descripción
RESUMEN
Nos indica el profesor Arocena que la práctica de la prueba es una garantía contra la decisión puramente arbitraria, gratuita, pero que las pruebas no deciden por sí mismas, sino que han de pasar por el tamiz de su valoración por el juez. Las pruebas prueban lo que el juez dice que prueban. De la misma manera, podríamos añadir nosotros que las normas jurídicas que vienen al caso vinculan al juez para que este no decida arbitrariamente, como se le antoje y haciendo de su capa un sayo. La arbitrariedad perfecta sería la del juez decidiendo sin atender a pruebas que le impidan sentenciar sobre lo que él le gustaría o le interesaría que hubiera pasado, en vez sobre lo que en realidad (probablemente) pasó, y sin atenerse tampoco a normas que limiten su deseo de elevar a ley su personal voluntad. Y así como es el juez el que valora la prueba, es el juez quien interpreta la norma, y sin prueba ni la norma limitan sin la mediación del juez y su correspondiente margen valorativo. A eso se llama discrecionalidad y es un componente anexorable de la labor judicial. Negarla no es suprimirla, es tornarla arbitrariedad, pues solo si la asumimos podremos plantearnos la pregunta de cómo limitarla, de cómo mantenerla a raya. En resumidas cuentas, solo asumiendo lo que de discrecionalidad hay cuando el juez valora pruebas e interpreta normas podremos preguntarnos cabalmente qué normas procesales tienen sentido para acotar esos márgenes decisorios y, sobre todo, cómo plantear la exigencia de motivación de las sentencias, en cuanto instrumento para el control, al menos mínimo, de la racionalidad de las correspondientes valoraciones..